¿Oligarquía o democracia?
Adolfo Sánchez Rebolledo
¿Oligarquía o democracia?
En el fondo de la crisis actual está la incapacidad de los partidos y el gobierno para reformar el sistema político mexicano, incluyendo el código electoral. El presidente Fox tuvo la gran oportunidad de transformar los restos del viejo presidencialismo en un parlamentarismo incipiente, funcional, pero creyó que, dada la legitimidad de su gobierno -el famoso "bono democrático"-, le bastaría apelar al pueblo para gobernar, desestimando en primera instancia a los partidos e incluso a las instituciones prexistentes. Al final, sin brújula en el cuarto de mando, la nueva era anunciada por el foxismo se redujo a revitalizar la antigua coalición del poder político con los grupos oligárquicos, cuya influencia se vio multiplicada por la función directamente política de los medios electrónicos.
Paradójicamente, la alternancia canceló el curso de las reformas democráticas que ya estaban maduras en el plano electoral: ni se redujeron las estratósfericas cifras del financiamiento a los partidos ni se detuvo la sangría de recursos hacia las enormemente costosas y muy largas campañas. No se extrajeron las lecciones de los casos aberrantes del Pemexgate y los Amigos de Fox y, pese a dichas experiencias, se asentó un modelo de competencia electoral donde se sacrifica la oferta política a la mercadotecnia de suyo simplificadora. La reforma política que parecía posible al comienzo del foxismo se esfumó así en aras de un presidencialismo devaluado ante un Congreso partido en fracciones excluyentes. Lo peor fue la indecorosa intervención del Presidente de la República para acomodar las fichas de la sucesión mucho antes de las elecciones. El asunto del desafuero quebró las reglas del juego aceptadas por todas las fuerzas desde 1996 por lo menos, y marcó el destino de las elecciones de 2006.
Así pues, la reiterada participación de Vicente Fox en auxilio del candidato de la derecha, junto con la descarada inversión privada en los medios para atacar a López Obrador, son verdaderos retrocesos históricos que no se pueden disimular. Sin embargo, a diferencia de otras épocas, esta enorme manipulación ocurre bajo el manto de la democracia y, en ocasiones, con el encubrimiento o la complicidad de quienes por ley han de velar por la limpieza del proceso. Amparadas en el lenguaje liberal democrático se hacen pasar de contrabando las peores tradiciones políticas nacionales, el desprecio por el Otro, el clasismo del poder y los poderosos, en fin, la noción oligárquica del país que subyace en buena parte de nuestras elites. ¿Puede extrañar la irritación del lopezobradorismo?
Hay una disputa jurídica abierta en el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), cuyo desenlace veremos en las próximas semanas. Además, estamos ante una confrontación política que implica a millones de ciudadanos de todas las clases, cuyo final no está a la vista por la sencilla razón de que es un enorme reacomodo de fuerzas en la sociedad mexicana. El tribunal tiene la última palabra en cuanto al litigio electoral, pero la disputa propiamente política seguirá sin remedio, dentro y fuera de las instancias representativas, en los congresos locales, en los municipios, en la sociedad civil y las organizaciones sociales, en la escuela y en la calle, así algunos estrategas de la derecha crean que el desgaste de las filas obradoristas concluirá el trabajo nada subliminal de los medios para hacer de Calderón el presidente de hecho.
La movilización emprendida por la coalición Por el Bien de Todos busca impedir que se consume la imposición de un "presidente electo" sin pasar por el TEPJF, única instancia capaz de calificar la elección presidencial. Pero, más allá del conflicto puntual, la emergencia de una fuerza que subraya como bandera principal la cuestión social representa el mayor cambio en la historia desde la fundación del PRI, pues altera, tal vez para siempre, la correlación de fuerzas y el "régimen de partidos" vigente.
Apunte de memoria: en 2000 el candidato de la derecha, Vicente Fox, dijo que no aceptaría el triunfo de sus adversarios si éste no rebasaba cierto número de puntos, es decir, que él condicionaba el reconocimiento de la elección al resultado. Todavía al iniciarse la jornada electoral, el PAN expresó la posibilidad de un fraude, curándose en salud por si las cosas no les resultaban bien, a pesar de las garantías ofrecidas por la autoridad electoral para realizar un proceso sin mancha. Y, sin embargo, al final no pasó nada porque la victoria foxista rebasó los cálculos previos y, ojo, porque el presidente Zedillo, al reconocer esa noche el triunfo de Fox, se apresuró a desvanecer todo litigio poselectoral por parte del PRI.
Esperemos que el TEPJF, más apremiado que nunca, sea capaz de hallar en el arsenal jurídico constitucional las herramientas suficientes para ordenar un nuevo recuento voto por voto. En ese sentido, lo más sano y responsable sería que Acción Nacional aceptara ese camino, pues es el único que puede evitar una confrontación cuyas secuelas no imaginamos, pues, como dijo Alejandro Encinas: "más valen seis semanas de recuento de votos que seis años de incertidumbre".
¿Oligarquía o democracia?
En el fondo de la crisis actual está la incapacidad de los partidos y el gobierno para reformar el sistema político mexicano, incluyendo el código electoral. El presidente Fox tuvo la gran oportunidad de transformar los restos del viejo presidencialismo en un parlamentarismo incipiente, funcional, pero creyó que, dada la legitimidad de su gobierno -el famoso "bono democrático"-, le bastaría apelar al pueblo para gobernar, desestimando en primera instancia a los partidos e incluso a las instituciones prexistentes. Al final, sin brújula en el cuarto de mando, la nueva era anunciada por el foxismo se redujo a revitalizar la antigua coalición del poder político con los grupos oligárquicos, cuya influencia se vio multiplicada por la función directamente política de los medios electrónicos.
Paradójicamente, la alternancia canceló el curso de las reformas democráticas que ya estaban maduras en el plano electoral: ni se redujeron las estratósfericas cifras del financiamiento a los partidos ni se detuvo la sangría de recursos hacia las enormemente costosas y muy largas campañas. No se extrajeron las lecciones de los casos aberrantes del Pemexgate y los Amigos de Fox y, pese a dichas experiencias, se asentó un modelo de competencia electoral donde se sacrifica la oferta política a la mercadotecnia de suyo simplificadora. La reforma política que parecía posible al comienzo del foxismo se esfumó así en aras de un presidencialismo devaluado ante un Congreso partido en fracciones excluyentes. Lo peor fue la indecorosa intervención del Presidente de la República para acomodar las fichas de la sucesión mucho antes de las elecciones. El asunto del desafuero quebró las reglas del juego aceptadas por todas las fuerzas desde 1996 por lo menos, y marcó el destino de las elecciones de 2006.
Así pues, la reiterada participación de Vicente Fox en auxilio del candidato de la derecha, junto con la descarada inversión privada en los medios para atacar a López Obrador, son verdaderos retrocesos históricos que no se pueden disimular. Sin embargo, a diferencia de otras épocas, esta enorme manipulación ocurre bajo el manto de la democracia y, en ocasiones, con el encubrimiento o la complicidad de quienes por ley han de velar por la limpieza del proceso. Amparadas en el lenguaje liberal democrático se hacen pasar de contrabando las peores tradiciones políticas nacionales, el desprecio por el Otro, el clasismo del poder y los poderosos, en fin, la noción oligárquica del país que subyace en buena parte de nuestras elites. ¿Puede extrañar la irritación del lopezobradorismo?
Hay una disputa jurídica abierta en el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), cuyo desenlace veremos en las próximas semanas. Además, estamos ante una confrontación política que implica a millones de ciudadanos de todas las clases, cuyo final no está a la vista por la sencilla razón de que es un enorme reacomodo de fuerzas en la sociedad mexicana. El tribunal tiene la última palabra en cuanto al litigio electoral, pero la disputa propiamente política seguirá sin remedio, dentro y fuera de las instancias representativas, en los congresos locales, en los municipios, en la sociedad civil y las organizaciones sociales, en la escuela y en la calle, así algunos estrategas de la derecha crean que el desgaste de las filas obradoristas concluirá el trabajo nada subliminal de los medios para hacer de Calderón el presidente de hecho.
La movilización emprendida por la coalición Por el Bien de Todos busca impedir que se consume la imposición de un "presidente electo" sin pasar por el TEPJF, única instancia capaz de calificar la elección presidencial. Pero, más allá del conflicto puntual, la emergencia de una fuerza que subraya como bandera principal la cuestión social representa el mayor cambio en la historia desde la fundación del PRI, pues altera, tal vez para siempre, la correlación de fuerzas y el "régimen de partidos" vigente.
Apunte de memoria: en 2000 el candidato de la derecha, Vicente Fox, dijo que no aceptaría el triunfo de sus adversarios si éste no rebasaba cierto número de puntos, es decir, que él condicionaba el reconocimiento de la elección al resultado. Todavía al iniciarse la jornada electoral, el PAN expresó la posibilidad de un fraude, curándose en salud por si las cosas no les resultaban bien, a pesar de las garantías ofrecidas por la autoridad electoral para realizar un proceso sin mancha. Y, sin embargo, al final no pasó nada porque la victoria foxista rebasó los cálculos previos y, ojo, porque el presidente Zedillo, al reconocer esa noche el triunfo de Fox, se apresuró a desvanecer todo litigio poselectoral por parte del PRI.
Esperemos que el TEPJF, más apremiado que nunca, sea capaz de hallar en el arsenal jurídico constitucional las herramientas suficientes para ordenar un nuevo recuento voto por voto. En ese sentido, lo más sano y responsable sería que Acción Nacional aceptara ese camino, pues es el único que puede evitar una confrontación cuyas secuelas no imaginamos, pues, como dijo Alejandro Encinas: "más valen seis semanas de recuento de votos que seis años de incertidumbre".
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